Salmo 104
Alaba ¡oh alma! A Dios: Señor, tu alteza
¿qué lengua hay que la cuente?
Vestido estás de gloria y de belleza
Y de luz resplandeciente.
Encima de los cielos desplegados
Al agua diste asiento.
Las nubes son tu carro, tus alados
Caballos son el viento.
Son fuego abrasador tus mensajeros,
Y trueno y torbellino.
Las tierras sobre asientos duraderos
Mantienes de continuo.
Los mares la cubrían de primero
Por cima los collados;
Mas, visto de tu voz el trueno fiero,
Huyeron espantados.
Y luego los subidos montes crecen,
Humíllanse los valles,
Si ya entre sí hinchados se embravecen,
No pasarán las calles.
Las calles que les diste y los linderos,
Ni anegarán las tierras.
Descubres minas de aguas en los oteros,
Y corre entre las sierras.
El gamo y las salvajes alimañas
Allí la sed quebrantan.
Las aves nadadoras allí bañas,
Y por las ramas cantan.
Con lluvia el monte riegas de tus cumbres
Y das hartura al llano.
Así das heno al buey y mil legumbres
Para el servicio humano.
Así se espiga el trigo y la vid crece
Para nuestra alegría;
La verde oliva así nos resplandece,
Y el pan da valentía.
De allí se viste el bosque y la arboleda
Y el cedro soberano,
Adonde anida el ave, adonde enreda
Su cámara el milano.
Los riscos a los corzos dan guarida,
Al conejo la peña.
Por ti nos mira el sol, y su lucida
Hermana nos enseña
Los tiempos. Tú nos das la noche oscura,
En que salen las fieras;
El tigre que ración con hambre dura
Te pide, y voces fieras.
Despierta el aurora, y de consumo
Se van a su morada.
Va el hombre a su labor sin miedo alguno
Las horas situadas.
¡Cuán nobles son tus hechos, y cuán llenos
de tu sabiduría!
Pues, ¿quién dirá el gran mar, sus anchos senos
Y cuantos peces cría?
¿Las naves que en él corren, la espantable
ballena que le azota?
Sustento esperan todos saludable
De Ti, que el bien no agota.
Tomamos si Tú das; tu larga mano
Nos deja satisfechos.
Si huyes, desfallece el ser liviano,
Quedamos polvo hechos.
Mas tornará tu soplo, y, renovado,
Repararás el mundo.
Será sin fin tu gloria, y Tú alabado
De todos, sin segundo.
Tú, que los montes ardes si los tocas,
Y al suelo das temblores,
Cien vidas que tuviera y cien mil bocas
Dedico a tus loores.
Mi voz te agradará, y a mí este oficio
Será mi gran contento.
No se verá en la tierra maleficio
Ni tirano sangriento.
Sepultará el olvido su memoria:
Tú, alma, a Dios da gloria.
_Fray Luis de León (1527-1591)